lunes, 20 de diciembre de 2010

Aquí Juana

A las seis y media se levantó, se duchó, tomó café y se fue a trabajar. Nunca llega tarde, a excepción de aquellos días en los que el tránsito se atasca y ella, desesperada, no puede hacer nada. Dos colectivos, o un colectivo y una línea atestada de subte, separan su casa de su trabajo.

El camino hacia el trabajo es realmente toda una aventura. A veces más divertida y a veces más pesada. Depende del día, depende de si es enero o diciembre y depende también de su humor. Por suerte es enero. Mejor ni hablemos hoy del humor.

Juana tomó el colectivo y susurró… "qué desastre cómo viajamos". El susurro buscaba cómplices, pero no los encontró. Se bajó, con otras veinte personas prácticamente al mismo tiempo. Caminó esos pocos pasos que la separaban de la boca del subte. De repente, la invadió un olor horrible a pescado que se escurría por debajo de una persiana "¡Puaj!"

Un pensamiento la persiguió, pero no solo ese día, la perseguía siempre que se encontraba en ese punto entre el huracán humano y el gusano subterráneo. “Parecemos robots autómatas librados de toda conciencia y sentimiento”. Verdaderamente temía convertirse en un ser sin ánima. Todos seguían el mismo camino, sin cuestionar, sin ir a contramarcha, sin siquiera mirar a su alrededor. Todos aspiraban ese olor cuasi putrefacto mañana tras mañana, tras mañana, tras mañana. Olor a falso puerto marplatense. Pero, finalmente, ella hacía lo mismo. Aspiraba ese olor, bajaba irremediablemente la escalera, y se acercaba inevitablemente a ese destino que no la diferenciaba del resto.

El subte es un ambiente particular, como el bondi. Es un mundo microscópico en el que descansa la cultura. Allí te detenés dos minutos y encontrás de todo. Y te encuentran. “Claro, vos formás parte de este mundo –se detuvo un instante- aunque si recordaras lo que te explicaba Pablo en sus clases, entonces comprenderías que el solo hecho de mirarlos, de hablar de ellos, te hace parar en otro lugar. Son ellos. Esa categoría ya te diferencia… pero intelectual me queda grande che!”

Ella hacía referencia mental a su profe de facu con ese apellido tan particular que a sus amigas le causaba tanta gracia. ¡A lavarse! repetían entre risotadas en una cena veraniega años atrás. Y ella, insistentemente, reivindicaba su apellido… “Alabarces chicas, Alabarces”.

Ese detenimiento en rostros, vestimentas, looks, paradas, comentarios y charlas, la entretuvo treinta minutos hasta la estación Carlos Pellegrini. “¿Me regala el diario?, ¿Me regala el diario?”  sonó insistentemente por detrás de ese pelado y esa chica apresurada. Ella, le entregó La Razón.  
  
Subió por la escalera mecánica sin tocar demasiado la baranda porque le dio un poco de asco. Miles de manos anónimas pasaban por allí por hora. La tentó un jugo de naranjas que la miró expectante desde la heladera del kiosco, pero siguió de largo, después de todo no podía gastar tanto en pavadas. Aunque tenía sed. El próximo kiosco la sorprendería comprándolo seguramente. Subió las escaleras, cruzó el molinete y atravesó la 9 de Julio por debajo.

Ahí, como figurita repetida, el mismo escenario de siempre. Los mismos rostros que tenían la misma expresión. El enano que lustraba los zapatos. El local de recepción de avisos clasificados, en donde siempre había un hombre mirando la pantalla encorvado, moviendo para atrás y para adelante el mouse. Incansablemente. Nunca había prestado atención a la pantalla. Ese día miró y se sorprendió al descubrir que estaba chateando. “Habrá estado siempre chateando?", se preguntó.

Más adelante, el bar en el que la tele funcionaba a medias y la milanesa de exposición parecía de utilería. En efecto, era de utilería. En el extremo del pasillo, los bolsos y valijas, en el medio las alhajas y baratijas. De repente, sintió el aire un poco más puro.

Enero en Buenos Aires es como una bocanada de aire en una cápsula de fuego. No es un glaciar tampoco, pero al menos puede caminarse relativamente bien. No se trata del clima que es húmedo y denso, y contradice esta descripción hasta el infinito, sino de la cantidad de gente presente en la ciudad. Con que se reduzca un cuarenta por ciento, alcanza para sentir que Buenos Aires respira más hondo y que ese aire es inevitablemente más fresco, aunque el termómetro indique lo contrario.

Caminó presurosa, se tropezó con una baldosa que asomaba desprolija de la vereda y se miró en la ventana espejada de un hotel. Allí notó que ese mechón rebelde de siempre seguía desafiándola. Se lo aplastó con la mano y siguió camino.

Esquivó un volantero y se cruzó con una compañera con quien intercambió un par de palabras, hasta que la despidió momentáneamente para comprarse un jugo de naranjas. Tenía veinte pesos y el kiosquero se quejó por la falta de monedas. “¡Es una lucha!” exclamó  malhumorado, “¿Y qué culpa tengo yo?” pensó Juana.

Hace unos días había leído en La Nación una nota que no recordaba quién la había escrito, la cual hablaba justamente de la poca tolerancia de los porteños. Poca tolerancia o falta de tolerancia. “Se igual”, se dijo. El punto era que el autor, o autora, quería manifestar la violencia presente en las calles. Pero no la violencia de la obvia digamos. De la delincuencia infantil; del pungueo; de los motochorros; de las salideras bancarias. Se refería más bien a la violencia minúscula pero hipercorrosiva generada por la falta de tolerancia. Esa puteada que dispara el tachero frente al bondi que se le cruza. O esa mala cara que pone el peatón, cuando el del auto se estanca en la bocina, al ver que está cruzando mal la calle y puede llevárselo puesto. De la queja constante e instalada. De esa violencia que no hace más que seguir generando… violencia.

Esa disertación duró poco, porque enseguida se encontró en la puerta del trabajo. O la puerta del trabajo la encontró a ella.
-¡Hola Mario! Saludó entusiasmada. Alguien alguna vez le había dicho: “tenés que llevarte bien con los choferes y los porteros, yo sé lo que te digo piba”. Como chofer todavía no tenía, había empezado por el portero.
-¡Hola Juanita! ¿Cómo amaneciste hoy?
-Pegajosa Mario, pegajosa.

Y ahí entró al ascensor con otras cinco personas que se miraron sin parpadear las unas a las otras por unos escasos minutos. Se bajó en el noveno piso, en la puerta de Ibañez y Anselmi. Dejó su bolso, se desplomó en la silla como si en lugar de estar llegando, estuviera a punto de retirarse. Prendió la compu.

1 comentario:

  1. Me encanto la historia, lo que a miles de personas le pasa a diario. Muy Bueno !!!

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