domingo, 11 de diciembre de 2011

Para bien o para mal...

El tiempo se detuvo. El escenario pareció congelarse por completo. El único movimiento que parecía sentir era su propio corazón galopando furiosamente. Un mar de palabras no dichas, apresadas en la garganta. Un sinfín de recuerdos, abrazos, caricias y emociones rebotando en su cabeza.

En medio de ese día de intenso trabajo, discusiones y agotamiento, Sebastián llamó a Juana. Tal como le había dicho que lo haría.

La voz de Sebastián estaba entrecortada, cansada, con una dosis importante de angustia. Juana quiso poder decirle algo reconfortante, suavizador, pero en su propia catarata de emociones, no fue capaz de generar algo así. Solo pudo responder a sus preguntas de manera casi monosilábica y dejando muchos silencios de pausa que hablaron por sí solos.

Se despidieron con la promesa de volver a hablar.

Juana cortó y por unos instantes más el mundo permaneció inmutable, estático.
Ese chico… ese hombre… que hoy le hablaba, que acudía a ella para pedirle un gesto de cariño, una palabra de aliento, había sido su gran amor. Ese amor loco que te renueva las creencias, reagrupándolas de manera distinta; ese amor que te mueve las estructuras y te saca de eje; ese amor que te hace cambiar de humor, que te revitaliza desde el interior, que te aporta dosis iguales de sal y de azúcar… ese… que también la había desilusionado en lo más profundo de su ser, aunque ella no quisiera admitirlo del todo. Ese que la había dejado ahí, a un costado del camino, esperando… Había vuelto. Con o sin permiso. Producto del azar o del destino. Estaba ahí, convocándola, necesitándola, invitándola nuevamente a ser parte de su vida. En un momento por demás difícil. Y ella, conmovida, con una herida reabierta aún no del todo cicatrizada, entre alerta y atontada, estaba respondiendo. Estaba, de a poco, aflojando esa aparentemente invencible valla que siempre levantaba. Ese estado se conoce como vulnerabilidad, pero ella no solía pensarse en ese lugar. Prefería otros más aguerridos, más luchadores para identificarse. Pero Juana era esa mezcla preciosa entre lucha y ternura. Entre empuje y temor. Entre desfachatez y timidez.

Luego, la escena cobró vida, el mundo a su alrededor volvió a ser bullicio. Volvieron de pronto a prenderse las luces, a escucharse los teléfonos, las carcajadas de fondo.

Juana siguió moviéndose por acto reflejo. Una sensación de extrañamiento y placer la inundó por el resto del día, la mantuvo como ajena a pesar de que siguió trabajando, contestando mails, haciendo llamadas e interactuando con sus compañeros de oficina. Fede fue el único que notó algo extraño en ella. Era su mejor amigo después de todo. Pero intuyó que tendría que ver con Sebastián y con la muerte de Pochi, entonces prefirió hablarle de cualquier otra cosa para distraerla.

Cuando salió del trabajo, Juana parecía arrastrar una bolsa de diez kilos de concreto en los hombros. Estaba realmente cansada y aunque hubiese tenido ganas de pasar por la casa de su mamá, para ver cómo andaba, para hacerle compañía, prefirió seguir derechito para la casa para agarrar el sofá a las ocho de la noche… y sin darse cuenta, despertarse recién a las nueve y cuarto de la mañana del siguiente día.

Lo primero que pensó cuando abrió los ojos fue: Para bien o para mal… -un suspiro intenso medió antes de que vinieran las siguientes palabras mentales- Para bien o para mal, Sebastián… me estás haciendo sentir viva.

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