domingo, 12 de febrero de 2012

Cuando retroceder, es avanzar

En una mañana plomiza de domingo no había mucho por hacer. La idea de unas facturas calentitas y humeantes se le vinieron a la cabeza, pero el solo hecho de pensar en cambiarse, tomar el ascensor y llegar hasta la panadería por el botín tan preciado, la hizo desistir. Limpiar no se presentó como una alternativa viable, al menos ese día. No quería volver a agarrar el libro y retomar la historia de amor y pasión que estaba leyendo, porque eso implicaría terminarlo ese mismo día. El objetivo era extender un poco más el placer. Dejar que la lectura se fragmentara tanto como pudiera. O como ella se resistiera.
Una vez más, la posibilidad de almorzar en el club fue descartada. Tenía ganas de hacer fiaca. Pero para hacer fiaca bien, algo bueno tenés que tener para hacer. Es decir, no se trata de hacer fiaca en la nada. Siempre tiene que surgir algún buen plan en la fiaca. Por ejemplo: hacerte las uñas; depilarte; teñirte; leer la revista que compraste hace como una semana y no tuviste tiempo todavía de agarrar; revisar la lista de proyectos que habías escrito en la agenda a comienzos de año; planificar lo que vas a escribir en la agenda a comienzos del siguiente… algo!
Cuando creía que no tenía plan y que la fiaca se iba a convertir inevitablemente en embole… Juana agarró la notebook. Inocentemente, empezó a chequear los mails sin intuir lo que vendría después… obra de su propia autoría.
Hizo click en “Organizar” y los cientos de mails se ordenaron según el remitente. Plin! Una idea le cayó y ya no pudo dejar de ejecutarla.
…Quiero ver todos los mails que me escribió Sebastián cuando salíamos.
¿Para qué el repaso?, ¿Qué necesidad tenía de volver hacia atrás?
Empezó desde el primero de todos.
Ese primer mail transcurrió con una sonrisa en el rostro. Era aquel en el que, medio caradura y medio serio, la invitaba a salir. Había puesto toda la carne al asador. Sebastián no quería perder. No estaba acostumbrado a perder. Y con Juana… le fue más fácil que la tabla del cuatro. Ella había caído rendida a sus pies.
Inmediatamente, procedió a leer su propia respuesta.
…Qué estúpida por dios! Se re nota que estaba muerta con él… qué diferente lo escribiría ahora…
Juana no sabía que todas las mujeres –podríamos decir prácticamente sin excepción- al repasar las cosas hechas en pos de un amor del pasado, las haríamos diferentes: menos cursis, menos evidentes, más atrevidas, más desinhibidas, más concretas. Siempre hay un “más” o un “menos” que añadir a cualquier cosa hecha años atrás.
Siguiente. El tono dulce y seductor de Sebastián persistía en lo que leía. Se notaba a las claras que seguía en la etapa de conquista. Y se notaba a las claras, en cada palabra y cada renglón, que la llevaba a Juana como a un pez del anzuelo.
A medida que fue avanzando en la lectura y que la cantidad de mails leídos se fueron engrosando, la expresividad de Sebastián se fue apagando. Menos palabras y, peor aún, menos palabras de cariño. De los mails iniciales en los cuales desplegaba todas sus facetas de hombre romántico y seductor (aún cuando era tosco muchas veces en la forma de expresarlo), Juana pasó casi sin advertirlo a mails periodísticos, telegráficos, de noticiero vespertino.
-          Prácticamente faltaba que me pasara el estado del tránsito y la temperatura…
Los mails contenían excelentes relatos del día laboral. Descripciones minuciosas de pormenores cotidianos. Sinsabores. Problemas y problemitas de todos los colores. Incluso, habían llegado a discutir a través del mail. Qué error garrafal. Qué error sideral. Algunas discusiones de noviazgo resultan banales, pero si encima nacen y se desarrollan a través del mail, son mortales. No hay nada peor que la palabra escrita si de discusiones se trata. Esa letra muerta que está fija en la pantalla adquiere los tonos, los altibajos y los colores que una le imprime. Y casi siempre esos tonos, altibajos y colores son dramáticos, novelescos, rimbombantes… o al menos eso le pasaba a Juana.
Ella sintió por un instante que había vivido ese proceso de putrefacción casi sin darse cuenta. Como si le hubiera pasado a otra. Cualquiera podría pensar que es normal que suceda. El idilio romántico de los primeros meses, necesariamente deja de estar tan encendido y da paso a un vínculo más real, menos glamoroso, más terrenal.
Sin embargo, al releerse y releerlo a Sebastián, Juana fue notando cómo había ido cambiando la relación. Pero no ese cambio esperable, natural, no. Advirtió cómo se había ido enfriando, dejando espacio a dudas de parte de ella, abriendo la puerta a reclamos.
Al leer su historia a través de sus propios protagonistas -en la facilidad de la lectura hecha a distancia y pudiendo establecer casi un relato de su relación, no ya mails sueltos que quizás dejaban huecos de sentido importantes-, ella llegó a una conclusión.
-          Estuve muy ciega. Dijo en voz alta.
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Juana había tenido frente a sí todas las señales del posterior engaño de Sebastián. Ahí, justito ahí, frente de sus ojos… pero tan cerca las tuvo, que le obstaculizaron la visión. Tan evidente era, que todos los sospechaban, lo intuían… menos ella.
-          Por favor, este chico casi me pidió a gritos que hiciera algo para salvar la relación y yo no hice nada!
Juana no quería justificarlo. Después de todo, había sido él el que tomó la decisión de engañarla. Eso sí que no lo habían hecho juntos. Quizás, sí habían preparado el terreno para que algo como eso sucediera. Ahí sí habían estado colaborando los dos, sembrando las semillas necesarias para semejante germinación.
Pero esta vez, ella estaba tratando de hacerse cargo de su parte también. Siempre resulta mucho más sencillo volcar toda la culpa en el otro. Demonizarlo. Así también, en apariencia, resulta más sencillo soltarlo. Pero es mucho más difícil ponerse a pensar qué papel jugó una misma. Qué hizo –o no hizo- para obtener lo que obtuvo. Ese camino es más doloroso de transitar. Pero a veces, como le sucedió a Juana, no es buscado… al menos conscientemente.
Una vez que repasó todos los mails, desde el primero hasta el último -en el cual Sebastián se despedía asumiendo su error y pidiendo disculpas por semejante situación-,  Juana se quedó con sus piernas estiradas sobre el sillón y la notebook encima de ellas. Como tildada.
Un baldazo de agua fría hubiese sido más directo, pero menos profundo para despabilarla.
A veces, y solo a veces, sucede que releerse puede enseñarle a una persona más de ella misma que 50 sesiones de terapia, que 500 horas de charla con las amigas, que 1.000 libros de autoayuda.
Al releerse, no había vuelto hacia atrás, sino que había avanzado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario