domingo, 6 de marzo de 2011

Divisiones Fronterizas Cotidianas

-          Ok, pero mañana sí o sí, nos vamos juntos del laburo… le dijo Juana a Federico, mientras se alejaba de la puerta del trabajo.
-          Obvio, dale, suerte hoy, le respondió Federico, mientras hacía lo mismo en dirección contraria.

Decidió tomarse un colectivo, en lugar del subte, para ir hasta la clínica a ver a su papá. El colectivo iba a resultar más lento, pero menos asfixiante. Por suerte, pudo sentarse del lado de la ventanilla. La abrió ampliamente, para que un poco de aire le pegara en la cara, aunque así y todo costaba sentir cierto alivio.

Seguía sintiendo algo de bronca por el episodio de Gangster (ahora más que nunca, el apodo le sentaba muy bien), pero movida por su fuerza interior, sentía que no tenía que darle más importancia de la que verdaderamente tenía. Empezó a mirar por la ventanilla, sin detenerse demasiado en ningún detalle en particular. Mirando rostros, vestimentas, fachadas, otros colectivos. Mirando carteles, luces, autos. Mirando vidrieras, gente, y más gente. Ese término tan anónimo que se usa para nombrar a las personas, de forma políticamente correcta. O apolítica, mejor dicho. Y mirando… observó. Vio a un nene de unos cinco años, todo sucio, descalzo, pidiendo monedas. Vio a la gente pasar alrededor de él. Vio cómo esa gente consideraba a ese niño como un poste de luz. Como un árbol más. Pensó que ese niño podría ser su sobrino. Se sintió parte de esa gente. Y sintió una pena terrible. De sí misma, de la gente, y del niño.

Juana estaba en un día analítico, prácticamente desde que había amanecido, pero fue in crescendo con el pasar de las horas. Y escenas como esa, la ponían a reflexionar con mayor intensidad. Últimamente había notado cómo convivía todo el tiempo con aquello que creía no estaba bien, pero que tampoco hacía nada para cambiarlo (al menos ella y la gran mayoría de personas con las cuales se rodeaba). Y cómo, a pesar de estar unos al lado de los otros, no estamos juntos. Estamos profundamente divididos.

-          Es como pararse en frente del arzobispado, en Plaza de Mayo, y observar de un lado a la gente que va a la iglesia o que pasa caminando, con trajes y carteras. Con looks adecuados. Del otro, ahí nomás, sentados o tirados en el suelo, justo antes de las escalinatas, los indigentes. Pidiendo monedas, haciendo sonar la latita… descalzos, con bebés en brazo que sonríen o lloran, o lloran o sonríen… hombres tirados, casi inconscientes, después de haber vaciado el tetra que dejaron tirado al lado. Ahí no hay una barrera visible. Un vallado que divida de un lado a unos y del otro lado, a los otros. Pero la división está. Sin demasiado esfuerzo una puede dibujar una línea imaginaria entre ambos mundos...

-          Es como estar sentada un domingo por la tarde en el Tigre, en esos bancos de madera al lado del río, que la municipalidad dispuso para que la gente pudiera disfrutar. De un lado, esa gente, con mate y facturas, o galletitas o sandwichitos. Los nenes correteando. Los adultos, jugando a las cartas, leyendo o conversando. Pero esa gente, no es la gente. Del otro lado, en el río, pasan las lanchas… con gente, esa gente, bronceándose, con gafas de sol, mirando a la otra gente que toma mate aún muriéndose de calor. En cambio allí, cerca del agua, el aire sopla más fuerte y las gotitas de agua que salpican sus piernas, refrescan su paseo.


-           Es como el barrio cerrado que se emplaza prácticamente al lado de un barrio carenciado. Es, por un lado, la opulencia, la camioneta cuatro por cuatro, las telas de última moda, los viajes y la play station. Y del otro, la miseria, la necesidad exacerbada, la tristeza y el olvido.

-          O es quizás que yo tengo un mambo terrible hoy y no sé por qué lo estoy llevando para este lado…

Cuando Juana reaccionó, no sabía muy bien cómo su cabeza la había llevado hasta ese lugar en el que estaba. Cómo había llegado ahí. Sus pensamientos solos habían discurrido de un peldaño a otro, como en una escalera de agua, o mejor aún, como en un tobogán. Sin querer, siempre caía en ese tipo de pensamientos, eran cosas que siempre se cuestionaba, que la preocupaban, que la inquietaban y mantenían alerta. Se fijó la calle y tenía que bajarse. Se paró de golpe, pasó por delante de una señora que no se levantó de su asiento y llegó a alcanzar el timbre. Finalmente se bajó. Caminó una cuadra y media y, cuando estaba a punto de encarar la entrada, en la puerta vio a uno de los hijos de Irene que estaba hablando por celular. Refrenó la marcha. Se quedó escuchando la conversación, de espaldas, en un ángulo que él no la pudiera ver.

-          Por suerte papá está mejor, ayer a la noche se despertó, hoy comió bien… no lo puedo creer, se está recuperando. Dijo Pedro.

Un sentimiento ambiguo se apoderó de Juana. Por un lado, un profundo alivio, casi anestesiador. Por otro lado, un miedo terrible de enfrentar la situación.

-          Qué hago? Se preguntó.

-          Bueno gorda, ahora lo voy a saludar y seguro llevo a la vieja hasta la casa y después nos vemos, dale? Te amo. Pedro apagó el celular y de inmediato volvió a ingresar a la clínica.

Juana, con la misma velocidad, volvió a dirigirse a la avenida. Volvió a extender su brazo como señal de que necesitaba subirse a un colectivo, y huir, como si hubiese acabado de matar a alguien. Y lo había hecho. A las ganas de ver a su papá.

Esa también era una división fronteriza. La que existía entre los hijos de su papá, que lo disfrutaban y acompañaban a diario, y ella. Una frontera que Juana no se animaba a cruzar…

1 comentario:

  1. Esto va para todos mis lectores, pero en especial, para vos Sole... por eliminar las fronteras que nos hacen mal! Besos Amiga!

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