jueves, 24 de marzo de 2011

La llamada

Juana abrió primero un ojo, ya que el otro lo tenía apoyado sobre la almohada. Sentía haber dormido una eternidad y estaba –casi, casi- en lo cierto. Se desperezó ampliamente. Fue hasta el baño caminando con la velocidad justa y necesaria para desplazarse. Prendió la luz y se miró al espejo. El reflejo que encontró, le gustó. Se lavó los dientes y se refrescó la cara.

No había tenido sueños, ni pesadillas. No la había despertado ningún martillo, ni cualquier otro ruido que proviniera de alguna obra cercana. No la había llamado nadie. Era una paz a la que Juana no estaba acostumbrada. Pero había decidido disfrutarla.

Se puso un pantalón de jogging y una remera de manga tres cuartos. Se calzó las zapatillas. Decidió salir, para ir a hacer unas compras pequeñas, pero necesarias: leche, pan negro y queso blanco. También compró el diario.

Cuando regresó, puso el pan en la tostadora, abrió un poco la ventana del living y se puso a preparar café. Le gustaba el ruidito que hacía la cafetera al comenzar a trabajar. Un aire agradable le trajo olor a comida casera. Alguna vecina preparando lo que sería el almuerzo familiar. 

Con su tazón de café con leche, sus tostadas y su diario, se fue al balcón y se tiró en el puff a disfrutar de su desayuno. Tenía todo un fin de semana por delante y no tenía planes. No tenía encuentros programados ni con sus amigas, ni con su madre -a quien le había anunciado que ese domingo no iría a almorzar al club- ni con nadie. Estaba completamente libre. Sintió un poco de temor. Siempre que estaba en un momento como ese, caminaba sobre una línea muy delgada, tratando de hacer equilibrio sin ser equilibrista. De un lado, veía un prado verde y florcitas de colores: la sensación de libertad, de relajación, de considerarse un ser individual que se disfrutaba a sí misma. Del otro, un valle aislado, sombrío, casi desértico: el de la soledad. Y ahí se presentaba instantáneamente la necesidad de encontrar a un compañero, con quien hacer lo que le gustara, pero de la mano.

Las publicidades del diario pusieron este último lado en perspectiva. Todas anunciaban con anticipación el día de los enamorados. El famoso día de San Valentín. Programas de a dos por doquier que, en los últimos años, había pasado alternativamente con Eugenia o con Julieta o con algún chonguito hermoso, pero poco estable.

El desacelerar el ritmo, y dedicarse un tiempo para ella -que no implicara un turno en algún lugar o anotarse en algún curso extra- le traía cierto placer, pero le traía también, cierta reflexión. El pensar que nunca encontraría a esa persona que fuera para ella, era un fantasma recurrente en esos instantes de esparcimiento mental. Ella no buscaba al hombre ni perfecto, ni ideal, buscaba al hombre para ella. Pensaba en cómo miles de almas lo lograban. Se encontraban, se gustaban, se casaban, tenían hijos. Algunos a veces se separaban, pero al menos, lo habían intentado. Ella tenía la sensación de que nunca le tocaría vivir algo así. De que había nacido para estar sola. Si bien nunca había estado demasiado sola, pensaba que así terminaría. Sola. Por eso, inconscientemente, se construía esa armadura para estar protegida ante cualquier posible catástrofe. Y su vulnerabilidad, que también era necesaria para llegar al corazón de alguien, quedaba siempre de lado.

Y siempre hacía lo mismo también con el diario. Lo compraba solamente para hojearlo. Salvo alguna que otra nota que particularmente le llamara la atención, siempre lo cerraba habiendo leído tan solo los títulos. Ella ya lo sabía de antemano, pero un sábado de disfrute, no podía ser sin diario.

Decidió que iría a Plaza Francia. No sabía bien por qué, pero siempre que tenía una tarde libre, iba para ese lado.

Como había desayunado hacía unos instantes, pensó que la mejor alternativa sería partir y luego comer algo por ahí. Cambió su atuendo. Eligió colores alegres, para tratar de contrarrestar esa incipiente melancolía que estaba asomando. Se pensó como una chica melancólica. No sabía si eso era bueno o no. Pero lo era. Decidió darle batalla a la melancolía de forma ardua. Se puso un pañuelo naranja en el cuello y unos aros dorados grandes. Se recogió el pelo con un broche y los bucles le cayeron en cascada de un lado y del otro. Una musculosa blanca con un trabajo muy delicado y una pollera de tono cobrizo completó el atuendo. En los pies, unas sandalias también doradas. Por si las dudas, agarró un saquito. No fuera a ser cosa que la sorprendiera el ocaso, con algún que otro grado de menos. Eligió una cartera que le hiciera juego con la ropa que llevaba puesta. Salió contenta, dejando atrás las pensamientos recientes.

Se tomó un colectivo y en menos de cincuenta minutos, llegó al lugar de destino elegido. La Feria de Artesanos que cada tarde de sol se disponía en la plaza, era una de las cosas que a Juana más le gustaban. Esa tarde, los puestos de la feria estaban en su máximo esplendor, vendiendo desde hebillas, chalecos, cinturones de cuero y ceniceros, hasta buñuelos, salame y quesos. Los pasillos angostos, atestados de gente, entrecruzaban varios idiomas. El inglés predominaba, pero también escuchó bastante portugués y algo de italiano.

En uno de los puestos se compró un anillo, con una piedra turquesa; un color que le fascinaba. Adoraba mirar por largos minutos cada hilera de aros, de collares, de pulseras y de cuanto brillo y brillito encontrara por allí. Repasaba uno por uno, para no perderse alguno que fuera de su interés. Cuando hallaba al indicado, era en vano seguir el recorrido, porque ella ya lo había elegido. Y él, ya la había elegido a ella. Al menos, era lo que Juana sentía.

El caminar con pausa, el poder detenerse en cuanto lugar quisiera, sin tener que seguir la marcha porque un qué o un por qué o un cómo la apremiaran, era un placer que la llenaba de felicidad. Una felicidad simple, mínima, pero felicidad al fin.

Recorrió todo el camino de la feria, revisando cada puesto, incluso aquellos en los cuales sabía que no se llevaría nada, pero que igual le llamaban la atención. En uno de ellos, sin embargo, encontró aquella película que alguna vez un profesor le había recomendado y por menos de diez pesos fue suya: Los tres Berretines. La guardó como un tesoro en la cartera, que era más grande que un bolso playero. Le encantaba salir a pasear con un buen espacio, para ir acumulando cosas allí adentro. Luego de cuarenta minutos de minuciosa inspección, sintió sed. Compró un agua mineral a un señor que tenía una heladera de tergopol en el piso.

-          $7 pesos.

Qué afano, pensó. Pero la sed pudo más y la agarró igual.

Botellita en mano, se sentó en el pasto a ver la gente pasar. Varias cosas disfrutaba Juana: caminar por los barrios, observando las casas; andar en auto también por los barrios, mejor si no los conocía demasiado, y… observar la gente pasar. Sobre todo, si estaba en un lugar tan lleno de gente, como lo era en ese momento la Recoleta.

Se detuvo en los atuendos, en las posturas, en los gestos. En qué miraban las personas a las cuales ella estaba mirando, o mejor dicho, casi inspeccionando. Era una gran observadora. Se sentía con cierta habilidad, para esa ciencia del observar. Cada tanto, tomaba un poco de agua. El sol le pegaba de frente, iluminándole la cara y los bucles que seguían coronándole la cabeza.

Bueno, suficiente –se dijo a sí misma- a seguir camino.

Encaró para el lado de los restaurantes, pero los que daban a la calle tenían pinta de muy chetos o muy internacionales para ella. Entonces, decidió perderse por alguna callecita lateral y encontró un bar que tenía unas mesas afuera, sobre las que pegaba el sol, con una onda parisina increíble (aunque nunca hubiera estado en París, así se imaginaba ella un bar en París). Se sentó.

Qué tarada… me olvidé de traer un libro –se autoregañó. Y pensó que un libro en ese lugar y con el sol dándole de espaldas, hubiese sido el moño ideal para su salida.

Llamó a la moza y le pidió la carta. Todo lo que leyó, le gustó. Fue difícil decidirse.

-          Qué vas a pedir?
-          Un sándwich de rúcula, tomate y queso brie.
-          Para tomar?
-          Un jugo de limonada y menta.
-          Excelente elección.
-          Gracias.

Estaba en pleno romance con ella misma, con su decisión, con su elección, con su osadía de salir sola al mundo, casi cayendo sobre el prado verde que había visualizado por la mañana, cuando sonó el teléfono. Empezó a bucear en su cartera inmensa, revolviendo cosas para poder encontrarlo, sin demasiada suerte, hasta que dejó de sonar, cuando finalmente pudo capturarlo.

Llamada perdida. Seba ex.

Sin más, volvió a instalarse en la delgada línea roja. De un lado, el prado. Del otro, el valle… y la pregunta sin respuesta: Para qué habrá llamado?

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