viernes, 18 de marzo de 2011

El tiempo no para

Cuando Juana se quiso acordar, ya había llegado al final de la semana. Los días que habían transcurrido desde la vuelta de San Pedro, volaron como el huracán Katrina. Y no es que no hubiera habido cosas, para nada. Cuando se puso a pensar, se cansó de todo lo que había hecho, aunque ya lo hubiera hecho.

La visita frustrada al padre en la clínica; las corridas para socorrer a cuanto amigo en crisis se cruzó por el camino; la visita a la mamá; la sesión de terapia; los cinco clientes que había ido a visitar; las tres presentaciones que le hizo a Gangster; el arreglo del baño… ufff… había sido bastante. Y solo estaba haciendo la revisión gruesa. Ni quería entrar en el detalle.

Juana tenía la extraña sensación de que el tiempo transcurría demasiado velozmente. De que los días duraban minutos, los minutos segundos, los segundos eran prácticamente inexistentes.

Antes, cuando era chica, todo era distinto. No tenía los límites temporales encarnados en el cuerpo... en el alma. Las vacaciones parecían interminables. El verano duraba medio año. El carnaval, tres meses por lo menos. La playa se convertía, para ella, en su segundo hogar.

Un sentimiento similar tenía en relación a la navidad y al festejo de año nuevo. Esperar hasta las doce, para que viniera Papá Noel, era como esperar –ya de adulta- a cobrar a fin de mes. Eterno…

Esa percepción del tiempo era buena (o debería decir… esa no-percepción del tiempo?). Era sana en muchos sentidos. Porque, en el fondo, hablaba de la inocencia ante el mundo. De la falta de preocupaciones, de responsabilidades, que ahora estaba obligada a enfrentar.

Que mañana vence la factura de la luz…
Que el martes tengo turno con la ginecóloga…
Que el miércoles a la noche está la reunión de consorcio…
Que el viernes rindo…
Que para mañana tiene que estar terminado, sin falta, el informe de gestión…

Y ni hablar si encima se te ocurre tener hijos…

Que la semana que viene está la reunión de padres…
Que mañana está el acto de bienvenida…
Que a la noche hay que hacer la tarea…
Que tengo que pasar a retirar el trajecito el jueves a la tarde…
Que mañana hay que llevarlo a rugby…
Que esta tarde hay que irla a buscar a danza…

¡No! ¡Por favor!

El tiempo insaciable rasca y rasca, horada y horada… hasta hacer un hueco en la conciencia, al cual no le vemos el final…

Y pensar que hubo un tiempo en el que no había tiempo. No había conciencia del tiempo, digamos. Cómo habrá sido vivir en ese espacio sin tiempo? Sin reloj? Sin apresuramientos? Sin stress?

Con el capitalismo -sí señores- con el capitalismo el tiempo se convirtió en dinero. Tiempo = dinero. Por lo tanto, perder el tiempo, pasó a convertirse en perder dinero. Y chau inconsciencia temporal! Y chau felicidad!

Juana se sintió agotada, con solo sentarse a pensar en el sofá.

No le gustaba el hecho de tener que correr en todo momento, para todos lados, y muchas veces, sin siquiera saber bien hacia dónde iba.

Cuando llegaba tarde, miraba el reloj sin parar, como queriendo detener imaginariamente sus agujas. Correr para ir a trabajar. Correr para alcanzar el subte a la salida, y tratar de tomarlo lo menos ocupado posible. Correr para encontrar los negocios abiertos y poder comprar lo que necesitaba para subsistir en su casa. Correr para hacer lo más rendidor posible el día. Pero el día, esa medida de tiempo, era acotado! Tenía solamente 24 horas! Correr, correr, correr…

La consultora le exigía un ritmo bastante acelerado, muchas veces impuesto por los otros (leáse: Anselmi – Gangster – el propio cliente), pero muchas veces también, impuesto por ella misma. Juana era como su propio verdugo, y sin sueldo y sin consuelo…

Generalmente, cuando decidía parar la pelota, lograba analizar alguna de estas cuestiones, pero después, el tiempo volvía a capturarla entre sus brazos invisibles y no la dejaba ir.

-          Pura posmodernidad –empezó a decir en voz alta, como si estuviera hablándole a un público en un auditorio multitudinario-, esto es: fugacidad, instantaneidad, estética de videoclip… un incesante transcurrir de imágenes una detrás de otra y detrás de otra…

Y luego se preguntó a sí misma: ¿cuándo fue el momento en que dejé de pensar que la  Navidad duraba un año, a pasar a no tener tiempo para nada, ni siquiera para pintarme las uñas?...

Había momentos en que realmente no encontraba espacio para respirar. El acopio de cosas y tareas era tal, que no podía ni hablar con sus amigas (situación que realmente le desagradaba). No podía limpiar la casa, como a ella le gustaba. No podía ir al super y comprar comida, como para que la heladera se transformara en un lugar digno de visitar. Que irse a depilar, a la peluquería o a hacerse los pies, eran lujos temporales imposibles de autoregalarse.

Estaba en contra de esa forma de vida, por principios, por ideología, por salud… pero no lo llevaba a la práctica: por imposición, por adaptabilidad, por supervivencia (supervivencia en ese mundo capitalista, del cual ella renegaba, pero sentía que no podía dejar de pertenecer…).

Pertenecer no siempre tiene sus privilegios- pensó.

Suspiró. Se extendió en el sofá y se quedó dormida. Profunda y absolutamente dormida.

La mejor panacea ante la imposibilidad de cambiar el mundo externo, no podía ser otra que el sueño.







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