lunes, 21 de febrero de 2011

Amantes furtivos

Caminando por la ribera, Juana no entendía cómo, de repente, estaba ahí. Cinco años atrás hubiese pagado lo que no tenía para vivir algo un poco parecido a esa situación, y ahora, la estaba viviendo sin habérselo propuesto. Un finde en San Pedro le trajo a Sebastián nuevamente a su vida.

El auto había quedado estacionado a unos metros. Los amigos de Sebastián tendrían que volver caminando, seguramente acompañando a las chicas.

La luna, redonda, brillante, exuberante, los alumbraba de forma natural. Juana esbozó una sonrisa en su rostro. No tenía presentes en ese instante los problemas que tanto la acuciaban.

-          Volvemos al auto? Está fresco, no? Dijo él.
-          Sí… dijo ella, aunque no sintiera fresco alguno.

Juana sabía que se aproximaba una situación de incómoda intimidad. Esa situación extraña que se da con un ex cuando hace años que no ves, pero en el fondo, conocés hasta sus lunares.

Se subieron. Reclinaron los asientos para atrás, para ver el horizonte que a Juana se le presentaba delicioso. Sentía como su pecho subía y bajaba en un ritmo más acelerado que el habitual. Se sentía insegura como debutante. Estaba nerviosa como la primera vez que estuvieron juntos, cuerpo a cuerpo, en la habitación de la casa materna de Juana.

Le rozó la pierna casi sin querer y Juana se sintió fluyendo, como si discurriera por el asiento. Floja, débil, ligera… y de golpe volvía la tensión. Ese juego de liberación y tensión, que había empezado a sentir desde el momento en que se acercó a su nuca, se repetía cada vez más rápido. Era un tintineo interno constante. Era un tira y afloje insistente y placentero.

Juana pensaba: se dará cuenta como estoy? Bueno, a él también se le nota… Qué vergüenza! Bueno, tranqui Juani, lo conocés de siempre, tenés confianza… ayy no sé… por favor… se me nota demasiado me parece…

Él giro su cabeza y se detuvo a contemplarla. Ella lo imitó. Él la agarró con su mano, colocándola en la bajada que se forma entre la oreja y la quijada. En ese hueco en el que, cuando un hombre te pone una mano, sentís de todo, menos ternura.

La miró fijamente a los ojos.

Juana sabía lo que sus ojos le estaban diciendo. Los conocía de memoria.

La agarró, ahora con sus brazos, y la llevó con fuerza arriba suyo. Sin explicaciones. Sin mediar palabras. Desde allí, ella abrió su camisa. Botón tras botón. Y reapareció ese pecho que años atrás había dejado menos marcado. Apareció su contundencia varonil. Apareció un hombre de treinta y tres  años que ya no era aquel de veinticuatro que había conocido.

Se besaron ardientemente. Se besaron intensamente, buscándose las lenguas, encontrándose. Juana sentía el calor que salía de su cuerpo. Casi ni notó, como los vidrios se habían empañado a su alrededor. La respiración de ambos fogueaba la llama interna.

Las barreras de contención se terminaron de aflojar y Juana se dejó llevar.

El río fue testigo mudo de un espectáculo de cuerpos cruzándose, entremezclándose, redescubriéndose.

El alba los encontró dormidos.   

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