- Habitación 505, le dijo la enfermera.
- Gracias.
Empezó a caminar por el pasillo, sintiendo ese olor a hospital que te penetra hasta los huesos. Nunca le gustaron los hospitales, ni su versión más coqueta: las clínicas. Le huía a los doctores, como a los novios.
Sabía que el momento de encontrarse con la familia de su padre –su otra familia- no le iba a resultar grato. Se limpió las manos con alcohol en gel y se puso el barbijo. Estaba en terapia intensiva.
Apenas entró, lo vio. Estaba todo pinchado, con cables que lo cruzaban por todos lados y los ojos cerrados. Al lado Irene, tomándolo de una mano.
Sintió que la garganta se le cerraba y apenas podía respirar. Los ojos se le humedecieron de llanto, que logró aguantar. Se acercó lentamente.
- Hola Irene.
- Hola querida. ¿Cómo estás? Te dejo a solas con tu papá.
A pesar de la distancia, Irene era respetuosa. De hecho, había intentado en el pasado acercarla sin éxito a su papá.
Por suerte, no estaban los hijos de Irene, que no eran hijos de su padre, sino que Irene los había tenido con una pareja anterior: Pedro y Martín. Sin embargo, ellos lo querían a Jorge como si fuera su propio padre, ya que había estado junto a ellos desde chiquitos; ese mismo Jorge que no había estado para Juana en los actos escolares y en las materias aplazadas.
Juana se quedó inmutable junto a su padre por largos minutos. No sabía qué hacer. Tenía la cabeza en blanco y no le salía ningún movimiento. Sentía una culpa terrible que no sabía a qué se debía. Recorrió cada uno de sus detalles. Su cabello grisáceo y algo desprolijo. Sus arrugas en la frente. Su nariz levemente aguileña. Sus bigotes y su boca, que parecía como seca, hundida para adentro. Sus brazos sin movimiento. Ese tono amarillento en la piel. Se sintió triste.
Así se quedó mirándolo, conteniendo el llanto.
- Me voy Irene. Mañana, quizás, vuelvo…
Se despidió y se fue sin mediar más palabras.
Volvió en taxi a Belgrano. Volvió llorando…
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